Afuera, la nieve cubría Boston con una capa espesa y silenciosa. Era 1947, y el Children's Hospital parecía suspendido en el tiempo, con el aire quieto y las luces amortiguadas. Dentro, los pasillos estaban llenos de niños con leucemia, rostros pálidos marcados por moretones, fiebres persistentes y una fragilidad que partía el alma. No había cura. Solo resignación.
Pero en ese lugar, en ese preciso instante, algo estaba a punto de cambiar para siempre.
Un médico contra lo inevitable
Sidney Farber, patólogo de profesión y soñador por vocación, caminaba todos los días entre esas camas. Nacido en Buffalo en una familia judía alemana y formado en Harvard, era meticuloso, casi obsesivo. Pero lo que lo distinguía no era su currículum, sino su incapacidad para aceptar lo inevitable. Cada niño que perdía no era un número en una estadística: era una derrota personal.
Farber pasaba horas frente al microscopio, analizando células leucémicas. ¿Qué hacía que estas células crecieran tan rápido? ¿Cómo detenerlas? La medicina de la época solo ofrecía cuidados paliativos. La palabra "cura" ni siquiera se pronunciaba.
El error que cambió la medicina
Por entonces, el ácido fólico se celebraba como una maravilla médica. Había demostrado ser eficaz para tratar la anemia megaloblástica, especialmente en mujeres embarazadas. Farber pensó que si podía estimular la médula ósea en esos casos, tal vez también funcionaría en los niños con leucemia.
Consiguió una versión sintética del ácido fólico y la administró con esperanza. El resultado fue desastroso. La leucemia se aceleró. Las células malignas parecían fortalecerse, multiplicándose con mayor rapidez.
Fue un golpe devastador. Pero en medio del fracaso, apareció una idea brillante: si el folato alimenta a las células cancerosas, ¿por qué no bloquearlo?
La carta que cruzó un océano y una frontera
Farber decidió escribir a Yellapragada Subbarow, un brillante químico indio que trabajaba en los Laboratorios Ledërle de Nueva Jersey. Subbarow también conocía el sufrimiento: había nacido en la pobreza en Andhra Pradesh y emigrado a Estados Unidos para cambiar vidas a través de la química.
Al recibir la carta de Farber, supo que tenía una misión. Se encerró en el laboratorio y comenzó a trabajar en una molécula capaz de sabotear el crecimiento celular, bloqueando una enzima esencial: la dihidrofolato reductasa. Así nació la aminopterina.
Era una versión modificada del ácido fólico, diseñada no para nutrir, sino para interrumpir la síntesis de ADN.
El milagro en Boston
Farber administró la aminopterina a sus pacientes. Nadie sabía qué esperar. Pero entonces, sucedió lo imposible.
Los blastos (células cancerosas) comenzaron a desaparecer de la sangre. Los niños dejaron de sangrar por la nariz, sus moretones se desvanecieron, algunos incluso sonrieron por primera vez en semanas. Era una remisión. Temporal, sí. Incompleta, también. Pero era una señal: el cáncer podía retroceder.
Por primera vez en la historia médica, una enfermedad tan agresiva como la leucemia infantil respondía a un fármaco. La quimioterapia moderna acababa de nacer.
El precio del progreso
La aminopterina fue solo el principio. Luego vendrían otros fármacos, como el metotrexato, que sigue siendo fundamental en el tratamiento del cáncer hoy en día. Pero la victoria tenía un costo. Los efectos secundarios eran severos, los resultados muchas veces efímeros. Aun así, la medicina no volvió a ser la misma.
El caso de Farber y Subbarow abrió la puerta a décadas de investigación oncológica, ensayos clínicos y tratamientos combinados. Demostró que el cáncer no era invencible, y que la ciencia, cuando se combina con empatía, puede lograr lo impensable.
Dos héroes, dos destinos
Sidney Farber fundó el Dana-Farber Cancer Institute, uno de los centros más importantes en oncología pediátrica. Dedicó su vida a mejorar los tratamientos y humanizar la atención a los pacientes.
Yellapragada Subbarow, en cambio, murió joven, en 1948, sin haber recibido el reconocimiento que merecía. Fue olvidado en los libros de medicina occidentales durante décadas, aunque en India se lo honra como héroe nacional.
Ambos, sin embargo, quedaron unidos por una historia que salvó millones de vidas.
¿Cómo actúan los antagonistas del ácido fólico?
Para los curiosos y estudiantes de medicina, vale explicar brevemente cómo funciona este tipo de quimioterapia:
El ácido fólico es esencial para la síntesis de ADN.
Las células cancerosas, que se dividen sin control, requieren mucho folato.
Los antagonistas del folato, como la aminopterina o el metotrexato, bloquean una enzima clave en ese proceso (la dihidrofolato reductasa).
Al impedir la síntesis de ADN, se detiene la proliferación celular.
Dato clínico útil: El uso prolongado de antagonistas del ácido fólico puede causar macrocitosis, es decir, glóbulos rojos más grandes de lo normal, incluso sin anemia evidente. Si observas macrocitos en un hemograma, siempre revisa si el paciente está recibiendo medicamentos como el metotrexato o trimetoprima.
El veneno que salvó vidas
La ironía es inevitable: la quimioterapia es un veneno. Pero administrado con precisión, puede salvar. Así como el fuego puede destruir o dar calor, el metotrexato puede causar daño o dar esperanza. Todo depende de la dosis, del contexto y de la intención.
Aquella primera remisión lograda por Farber duró semanas. Pero marcó el inicio de un nuevo paradigma. De ese invierno helado en Boston surgió una de las herramientas más poderosas de la medicina moderna. Un capítulo que demuestra que incluso en los momentos más oscuros, una idea persistente puede encender la chispa de un cambio global.
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