martes, 30 de septiembre de 2025

La historia de Howard Dully: el niño que sobrevivió a una lobotomía

 En la historia de la medicina hay episodios que resultan difíciles de creer, casos en los que la ciencia, el dolor humano y la falta de ética se cruzan de manera brutal. Uno de los más impactantes es el de Howard Dully, un niño de 12 años que en diciembre de 1960 fue sometido a una lobotomía por el neurólogo estadounidense Walter Freeman, conocido como el “padre de la lobotomía”.

Lo que parecía un procedimiento médico para tratar una supuesta enfermedad mental terminó siendo una condena que marcaría toda su vida.

La historia de Howard Dully: el niño que sobrevivió a una lobotomía

El origen de una tragedia

Howard Dully era un niño como tantos otros, pero su relación con su madrastra, Lou, fue complicada desde el principio. Ella aseguraba que él tenía comportamientos extraños y afirmaba que sufría esquizofrenia. Sin embargo, los médicos que lo evaluaron no coincidían con ese diagnóstico.

Aun así, su padre decidió escuchar la presión de su esposa y terminó aceptando que el pequeño fuera atendido por Walter Freeman, famoso en aquella época por aplicar lobotomías como si fueran una solución rápida para cualquier problema de conducta o salud mental.

Walter Freeman y la era de la lobotomía

Freeman no era un cirujano, sino un neurólogo con ambiciones desmedidas. Creía que con una simple intervención podía “curar” la esquizofrenia, la depresión o incluso la rebeldía adolescente.

Su método era directo y perturbador: con una herramienta llamada orbitoclasta —similar a un picahielos— penetraba a través de la cuenca del ojo hasta el cerebro, cortando las conexiones de los lóbulos frontales. Lo hacía con rapidez, sin quirófano y muchas veces sin la supervisión adecuada.

Para Freeman, el procedimiento era casi rutinario. Para los pacientes, significaba perder una parte esencial de su personalidad.

El 16 de diciembre de 1960

Ese día, Howard fue sedado con electrochoques. Luego, Freeman introdujo el orbitoclasta por cada cuenca ocular y lo giró varias veces. El niño no lo recordaría jamás.

Al despertar, Howard tenía fiebre, moretones y una sensación indescriptible:

“Yo era como un zombi”, recordaría años más tarde.

A partir de ese momento, nada volvió a ser igual.

Las consecuencias: una infancia rota

Tras la operación, en lugar de mejorar su vida, Howard fue apartado de su familia. Pasó por instituciones psiquiátricas, hogares de acogida e incluso cárceles.

Durante su juventud y adultez temprana, se hundió en la indigencia y el alcoholismo. La operación le había arrebatado no solo parte de su memoria, sino también la estabilidad emocional necesaria para desarrollarse.

La lobotomía no lo curó de nada. Lo condenó a una lucha permanente contra la desesperanza.

La búsqueda de respuestas

Décadas después, cuando Howard ya había cumplido cincuenta años, decidió enfrentar su pasado. Con la ayuda del productor de NPR David Isay, revisó los archivos del propio Walter Freeman. Allí encontró la evidencia de cómo su padre había firmado la autorización para aquella operación.

En 2007 publicó sus memorias, tituladas My Lobotomy, donde narró con crudeza y valentía el dolor que lo acompañó desde niño. El libro fue un testimonio imprescindible para comprender el impacto humano de una práctica médica que hoy resulta inconcebible.

Una vida reconstruida

A pesar de todo, Howard Dully logró rehacer su vida. Encontró trabajo como conductor de autobús, se casó y formó una familia. Contra todo pronóstico, construyó un nuevo camino sobre las ruinas que le dejó la lobotomía.

Sin embargo, nunca pudo escapar de la pregunta que lo atormentaba:

¿Por qué su propio padre permitió que lo operaran?

Una duda sin respuesta que reflejaba no solo su drama personal, sino también el costo humano de una medicina que, en su momento, confundió avances con experimentos peligrosos.

El legado de Howard Dully

La historia de Howard no es solo la de una víctima de la lobotomía. También es la de un sobreviviente que, con su voz, logró exponer los errores de una época en la que la prisa por “curar” llevó a miles de personas a ser mutiladas en nombre de la ciencia.

Su testimonio ayuda a recordar que la medicina no puede perder nunca de vista la ética y la dignidad humana. Lo que se hizo con él es hoy una advertencia sobre los límites que nunca deben cruzarse.

Conclusión

El caso de Howard Dully es un recordatorio de lo frágil que puede ser la línea entre el avance médico y la tragedia. Mientras que Walter Freeman defendía sus procedimientos como un triunfo de la neurociencia, la realidad muestra que miles de vidas fueron alteradas irreversiblemente.

Howard, con su resiliencia, convirtió su dolor en una voz que todavía hoy nos obliga a reflexionar: la medicina debe estar siempre al servicio de la vida, no del ego de quienes la practican.

domingo, 17 de agosto de 2025

El impactante caso de Phineas Gage: el hombre que reveló el vínculo entre el cerebro y la personalidad

¿Puede un accidente cambiar por completo quiénes somos? Esta es la pregunta que dejó abierta uno de los casos más famosos de la historia de la medicina: el de Phineas Gage, un joven trabajador estadounidense que sobrevivió a un accidente casi imposible y que, sin saberlo, se convirtió en una pieza clave para entender cómo funciona el cerebro humano.

Phineas Gage: el hombre que reveló el vínculo entre el cerebro y la personalidad

¿Quién era Phineas Gage?

Phineas Gage nació en 1823 en New Hampshire, Estados Unidos. Sus compañeros lo describían como un hombre responsable, amable y con un carácter equilibrado. A los 25 años, trabajaba como capataz de una cuadrilla de obreros en Cavendish, Vermont, encargados de abrir camino a las vías del ferrocarril. Su rol exigía disciplina, organización y liderazgo, cualidades que poseía de sobra.

Hasta aquel fatídico día, Gage era considerado un empleado ejemplar y un hombre con un futuro prometedor.

El accidente que cambió su vida

El 13 de septiembre de 1848, mientras supervisaba la preparación de una voladura de rocas, Gage utilizaba una barra de hierro de más de un metro de largo y tres centímetros de grosor para compactar pólvora en un orificio. Sin embargo, un descuido fue suficiente: no habían colocado la arena que debía cubrir la pólvora. El golpe de la barra contra la roca generó una chispa que detonó la carga.

La explosión lanzó la barra con tal fuerza que atravesó el rostro de Gage: entró por su mejilla izquierda, pasó por el lóbulo frontal del cerebro y salió por la parte superior de su cráneo. Lo sorprendente es que Gage no murió en el acto. Al contrario: permaneció consciente, pudo hablar con los testigos y hasta caminó por sí mismo tras la tragedia.

Una recuperación asombrosa

Fue atendido por el médico John Martyn Harlow, quien registró en detalle su evolución. A pesar de la magnitud de la herida, Gage se recuperó físicamente en los meses siguientes. No perdió la capacidad de hablar, ver o moverse, lo que en aquel entonces se consideraba un milagro.

Pero lo que parecía un caso de supervivencia extraordinaria pronto reveló algo más inquietante: su personalidad ya no era la misma.

“Ya no era Gage”

Antes del accidente, Phineas era responsable y cordial. Después, se volvió impulsivo, grosero e incapaz de mantener la disciplina. Perdió su habilidad para planificar y tomar decisiones con juicio. Sus amigos y familiares decían que “ya no era Gage”.

En términos modernos, lo que ocurrió es que el daño en el córtex prefrontal afectó sus funciones ejecutivas, esas habilidades que nos permiten controlar los impulsos, evaluar consecuencias y organizarnos a largo plazo.

Este detalle convirtió su caso en uno de los más influyentes de la neurología, porque por primera vez se demostraba que el cerebro no solo controla funciones motoras o sensoriales, sino también la personalidad y el comportamiento.

El aporte científico del caso Gage

Durante el siglo XIX, la medicina apenas empezaba a explorar el cerebro. La historia de Gage fue estudiada en universidades y círculos médicos de todo el mundo, marcando un punto de inflexión.

Se abría una nueva puerta: la idea de que distintas zonas cerebrales tienen roles específicos en la conducta humana. Concretamente, el lóbulo frontal pasó a ser visto como la región clave en la toma de decisiones, el autocontrol y la identidad personal.

Aunque algunos investigadores cuestionaron si el relato de su cambio de carácter estaba exagerado, estudios posteriores confirmaron la importancia del lóbulo frontal en el comportamiento. En 1994, gracias a técnicas de neuroimagen y reconstrucción digital, se analizó el cráneo de Gage (conservado en Harvard) y se determinó con mayor precisión qué áreas fueron dañadas.

Los últimos años de su vida

Después de recuperarse, Gage viajó durante un tiempo mostrando su famosa barra de hierro en ferias y exhibiciones médicas, lo que lo convirtió en una curiosidad de la época. Más adelante se trasladó a Chile, donde trabajó como conductor de carruajes durante varios años.

Sin embargo, su salud se deterioró progresivamente a causa de crisis epilépticas, y en 1860, doce años después del accidente, falleció a los 36 años.

Su cráneo y la barra de hierro permanecen hasta hoy en el Museo de Medicina Warren de la Universidad de Harvard, como símbolos de uno de los casos médicos más influyentes de la historia.

Un legado que sigue vigente

El caso de Phineas Gage no solo es un relato sorprendente de supervivencia, sino también un ejemplo de cómo un hecho inesperado puede revolucionar la ciencia. Gracias a él, la neurología avanzó hacia la comprensión de que el cerebro no solo es un órgano biológico, sino el asiento de nuestra identidad y personalidad.

Más de 175 años después, el nombre de Phineas Gage sigue apareciendo en libros de neurociencia, psicología y filosofía, recordándonos que un accidente trágico abrió la puerta al estudio moderno del comportamiento humano.

Si te gustó este post, no te pierdas la historia de Kim Peek, el hombre que lo recordaba todo y cambió la historia de la neurociencia

domingo, 13 de julio de 2025

Así Era una Clase de Medicina en 1901: El Inicio de la Medicina Moderna

 En esta impactante fotografía de 1901 vemos una escena fascinante: una clase de medicina en pleno quirófano, rodeada por decenas de estudiantes atentos. En un anfiteatro quirúrgico, los futuros médicos observan de cerca una intervención real, en una época en la que la medicina comenzaba a dejar atrás sus métodos rudimentarios para entrar en la era científica.

Pero ¿cómo se enseñaba la medicina hace más de 120 años? ¿Qué avances marcaron esa época? Y, sobre todo, ¿cómo llegamos desde ahí hasta la medicina de alta tecnología que conocemos hoy? Acompáñanos en este recorrido por la evolución de la medicina a principios del siglo XX.

clase de medicina 1901

Una Imagen que Habla del Pasado

La escena muestra lo que hoy llamaríamos un quirófano-escuela. El paciente yace sobre una mesa rodeado de médicos y enfermeras, mientras decenas de estudiantes varones, vestidos con trajes oscuros, observan desde las gradas. Era común en aquel entonces que las clases se realizaran en salas de cirugía, donde los alumnos aprendían directamente del cuerpo humano y del conocimiento práctico de sus profesores.

Lo más llamativo: ni mascarillas, ni guantes, ni sistemas avanzados de iluminación o ventilación. La asepsia comenzaba a ser tomada en serio, pero aún estaba lejos de los estándares actuales.

El Contexto Médico de 1901

A principios del siglo XX, la medicina estaba en plena transformación. Habíamos dejado atrás la teoría de los humores y las sangrías, y se consolidaban ideas fundamentales como los gérmenes, la higiene y la anestesia.

Estos fueron algunos de los avances clave en ese período:

1. Descubrimiento de los Grupos Sanguíneos

En 1901, el médico austríaco Karl Landsteiner identificó los primeros grupos sanguíneos (A, B y O), lo que permitió realizar transfusiones de sangre seguras. Hasta ese momento, muchas transfusiones eran letales porque se desconocía la incompatibilidad entre tipos.

2. Tratamientos Contra la Sífilis

Aunque la penicilina aún no existía, en 1909 se descubrió el compuesto 606 (salvarsán), el primer tratamiento efectivo contra la sífilis. Este avance fue revolucionario, marcando el inicio de la era de la quimioterapia.

3. Uso de Antisépticos

Las ideas de Joseph Lister sobre antisepsia ya habían comenzado a difundirse. En las cirugías se usaban soluciones de ácido fénico y se limpiaban los instrumentos, reduciendo drásticamente las infecciones postoperatorias.

4. Anestesia con Éter y Cloroformo

La anestesia permitía a los cirujanos operar sin que los pacientes sufrieran dolores insoportables. Aunque aún existían riesgos, los procedimientos se volvieron más largos y complejos, abriendo la puerta a nuevas técnicas quirúrgicas.

5. Desarrollo de Vacunas

Louis Pasteur y otros científicos desarrollaron vacunas contra enfermedades como la rabia, la difteria, el tétanos y la tos ferina. Esto permitió prevenir muchas muertes infantiles y mejoró la salud pública en general.

¿Quiénes Eran los Médicos de esa Época?

La mayoría eran hombres, formados en universidades que recién comenzaban a aplicar criterios científicos en su enseñanza. Las mujeres, aunque aún en minoría, empezaban a abrirse paso en el campo médico, desafiando prejuicios sociales y académicos.

Los médicos eran respetados en sus comunidades, pero también enfrentaban grandes desafíos: muchas enfermedades aún no tenían cura, las herramientas de diagnóstico eran limitadas, y los errores eran frecuentes.

El Legado de la Medicina de 1901

Mirar esta imagen es como abrir una ventana al pasado. Aunque hoy nos parezca precaria, la medicina de 1901 fue el puente entre una práctica casi artesanal y la medicina científica actual.

De aquellos quirófanos sin guantes hemos pasado a salas esterilizadas con robots, imágenes 3D, inteligencia artificial y cirugías mínimamente invasivas. Pero la vocación de los médicos, el deseo de aprender y de salvar vidas, sigue intacto.

Conclusión: La Ciencia que Nunca Dejó de Avanzar

Cada avance médico de esa época fue una semilla que germinó en las décadas siguientes. La enseñanza en vivo, las transfusiones seguras, la prevención de infecciones, las primeras vacunas… Todo eso sucedía en salas como la que muestra la imagen.

Hoy, honramos ese legado al reconocer que, sin aquellos médicos y estudiantes que aprendían al pie del paciente, la medicina moderna no existiría.

sábado, 12 de julio de 2025

Martin Couney: El Hombre que Salvó Bebés Prematuros con una Feria y una Incubadora

Al principio, todos los pioneros son tratados como locos. Sus ideas parecen absurdas, sus métodos provocan burlas, y la comunidad científica —tan orgullosa de su razón— los margina sin piedad. Pero, una y otra vez, son justamente ellos quienes cambian la historia. Y en medicina, a veces lo hacen con lo único que tienen: fe, ingenio… y un corazón dispuesto a luchar solo.

Uno de esos héroes invisibles fue Martin Couney, el hombre que desafió al sistema médico cuando este se negaba a salvar bebés prematuros. Lo hizo desde un lugar impensado: una feria en Coney Island.

El Hombre que Salvó Bebés Prematuros con una Feria y una Incubadora

Cuando la medicina abandonaba a los más débiles

A finales del siglo XIX, los bebés nacidos antes de tiempo eran considerados una causa perdida. Las unidades neonatales no existían, y la mayoría de los médicos creían que invertir recursos en ellos era un desperdicio. Si sobrevivían, bien. Si no, era “parte del ciclo natural”.

Pero en Francia, un obstetra llamado Stéphane Tarnier pensó distinto. Inspirado por las incubadoras que se usaban para polluelos en zoológicos, ideó una versión adaptada para bebés humanos. Aunque su idea era revolucionaria, fue recibida con indiferencia e incluso burla.

El tiempo pasó. Y otro médico francés, Pierre Budin, decidió llevar estas incubadoras a la Exposición Mundial de Berlín en 1896. Allí, entre miles de visitantes, alguien las vio y comprendió su verdadero potencial. Ese alguien fue Martin Couney.

Una feria, una incubadora… y una vida por salvar

Couney no era un médico reconocido. De hecho, hasta hoy se discute si llegó a tener un título oficial. Pero lo que sí tenía era algo más importante: determinación. Entendió que si los hospitales no querían invertir en salvar bebés, él encontraría la forma de hacerlo.

Y la encontró donde nadie miraba: en los parques de atracciones.

En 1903, instaló su primera clínica de incubadoras en Luna Park, en Coney Island (Nueva York). Lo que parecía un espectáculo más entre montañas rusas, algodones de azúcar y juegos mecánicos, era en realidad una unidad médica de vanguardia. Enfermeras profesionales atendían a los bebés prematuros con un nivel de cuidado que pocos hospitales ofrecían.

El público pagaba una entrada para verlos. Con ese dinero, Couney financiaba todo: el equipo, las enfermeras, los medicamentos, las mejoras técnicas… y lo más importante, la atención era totalmente gratuita para las familias.

6.500 razones para creer

Durante más de 40 años, los médicos de Nueva York y otras ciudades le enviaban casos que consideraban perdidos. Bebés demasiado pequeños, frágiles, sin esperanza. Pero Couney no los rechazaba. Y lo increíble es que, con sus incubadoras y su equipo, logró una tasa de supervivencia del 85%.

Se estima que salvó más de 6.500 vidas. Una de ellas fue Lucille Horn, nacida en 1920. Su familia la llevó al parque tras recibir un pronóstico fatal. Gracias a Couney, vivió hasta los 96 años.

Y no fue un caso aislado. Cada uno de esos bebés fue una victoria silenciosa. Mientras la comunidad médica lo ignoraba —o directamente lo despreciaba— Couney persistía. En silencio. Con resultados. Con vidas.

¿Un charlatán o un visionario?

Durante décadas, Couney fue considerado por muchos un farsante. Algunos dudaban incluso de su formación. Pero su trabajo hablaba por él. Las estadísticas, los testimonios de las familias, la evidencia visual de bebés que crecían sanos… todo eso no podía ignorarse para siempre.

Finalmente, en 1943, los hospitales comenzaron a incorporar unidades neonatales con incubadoras. Couney entendió que su misión había terminado. Cerró su clínica de feria. Ya no tenía sentido competir con un sistema que, por fin, lo había alcanzado.

Había ganado. Sin reconocimiento, sin títulos, sin diplomas colgados en la pared. Pero con miles de personas que le debían la vida.

Una historia que aún nos habla

Hoy, 1 de cada 10 bebés en Estados Unidos nace prematuro. Y gracias a avances como las incubadoras modernas, la mayoría sobrevive. Lo damos por hecho. Pero hubo un tiempo en que no era así. En que nadie apostaba por ellos.

Si hoy muchos bebés viven es porque alguien —cuando todos miraban para otro lado— se atrevió a hacer lo correcto.

Martin Couney no buscó fama. No quiso dinero. Solo vio algo que otros no veían: que incluso los más pequeños, los más frágiles, los desahuciados, merecían una oportunidad.

Y si para darles esa oportunidad tenía que disfrazar su clínica de espectáculo de feria, lo haría sin dudarlo.

Ambroise Paré: El Barbero que Dio Nacimiento a la Cirugía Moderna por Error

París, año 1535. En medio del frío y la oscuridad, un joven aprendiz llamado Ambroise Paré se escabullía por las noches para estudiar cuerpos sin vida. No era médico de universidad. No tenía un título. Era barbero-cirujano, un oficio que muchos consideraban poco más que carnicero. Sin embargo, ese joven cambiaría la historia de la medicina para siempre. ¿Cómo lo logró? Todo comenzó con un error. Uno que salvó vidas.

el padre de la cirugía moderna

Una medicina brutal y sin esperanza

En el siglo XVI, las guerras eran constantes. Y con ellas, llegaban las heridas horribles: huesos rotos, miembros desgarrados, sangrados incontrolables. Los tratamientos eran igual de crueles. Uno de los más usados consistía en verter aceite hirviendo sobre las heridas abiertas para evitar infecciones. En teoría, cauterizaba. En la práctica… provocaba dolor insoportable y, muchas veces, una muerte lenta por gangrena.

Los médicos de aquel tiempo seguían normas heredadas de Galeno y otros antiguos. No se cuestionaba nada. Todo estaba regido por la tradición. Paré, sin embargo, tenía algo diferente: curiosidad, compasión y el coraje de pensar por sí mismo.

Batalla de Turín, 1537: el día que todo cambió

Durante la Batalla de Turín, Paré acompañaba a las tropas como cirujano de guerra. Trabajaba sin descanso, atendiendo a soldados mutilados por balas y espadas. Una noche, se le acabó el aceite hirviendo. En medio del caos, improvisó. Mezcló yema de huevo, aceite de rosas y trementina, y lo aplicó sobre las heridas de varios hombres.

Durmió mal. Temía que todos murieran. Pero al amanecer, para su sorpresa, los soldados tratados con su mezcla estaban vivos, sin fiebre, sin gangrena y con menos dolor. Ese momento cambió su forma de ver la cirugía. Si un remedio suave había funcionado mejor que el método brutal, ¿qué otras verdades médicas eran falsas?

El nacimiento de un revolucionario

Desde ese día, Ambroise Paré se propuso mejorar los tratamientos. Observaba, experimentaba y, sobre todo, escuchaba al cuerpo humano. Su mayor contribución llegó al cambiar el modo en que se detenía una hemorragia.

Hasta entonces, los cirujanos cauterizaban las arterias con hierro al rojo vivo. Paré introdujo el uso de ligaduras, es decir, atar los vasos sanguíneos con hilos para detener la sangre. Un procedimiento más limpio, menos doloroso y mucho más efectivo. Aunque hoy parece algo obvio, en su época fue considerado casi una herejía.

Además, diseñó prótesis para amputados, como manos de hierro articuladas o piernas de madera, mucho más funcionales que los modelos anteriores. También escribió tratados médicos en francés, rompiendo la tradición elitista de usar solo latín. Esto permitió que su conocimiento llegara a otros cirujanos, barberos y ayudantes de todo el país.

Rechazado por los médicos, aclamado por los soldados

Paré no tenía estudios universitarios. Era un "simple barbero", y eso le valió el desprecio de muchos médicos de la corte. Sin embargo, su fama creció. Los soldados preferían ser atendidos por él, y su reputación llegó hasta el rey Enrique II, quien lo nombró su cirujano real.

A lo largo de su vida, Paré atendió a cuatro reyes de Francia, participó en decenas de batallas, escribió más de 20 libros y dejó un legado que aún hoy se estudia en las facultades de medicina. Fue uno de los primeros en entender que la medicina debía adaptarse al paciente y no al revés.

La frase que resume toda su filosofía

Ambroise Paré murió en 1590, a los 80 años. Sus últimas palabras, según cuenta la historia, fueron:

"Yo lo curé, pero Dios lo sanó."

Con esa frase, resumió su humildad y su respeto por la vida. No buscaba gloria. Solo quería aliviar el sufrimiento humano. En una época dominada por supersticiones, dogmas y prácticas inhumanas, él eligió el camino de la observación, la empatía y el cambio.

El legado de Paré hoy

Cada vez que un cirujano realiza una operación con técnicas limpias y seguras, Ambroise Paré está presente. Cada vez que un paciente recibe una prótesis que le permite caminar, hablar o moverse con dignidad, es gracias a la visión de este hombre. Su vida demuestra que no hace falta tener un título para cambiar el mundo, sino valentía para hacer preguntas y humanidad para buscar respuestas.